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En el Ecuador, hay preparaciones que trascienden la cocina y se convierten en símbolos de pertenencia. La colada morada es una de ellas. No se trata únicamente de una bebida espesa y morada, hecha con frutas, hierbas y maíz, sino de un ritual cargado de memoria colectiva que cada año convoca a familias enteras alrededor de la mesa. Su preparación anuncia la llegada de noviembre y con él, la celebración del Día de los Difuntos, momento en que la gastronomía se convierte en lenguaje de homenaje y conexión con quienes ya partieron.


El poder de la colada morada radica en su capacidad de unir lo sagrado con lo cotidiano. En cada taza se condensan siglos de historia: la cosmovisión andina que honraba a los ancestros, el sincretismo religioso que llegó con los españoles y el mestizaje de ingredientes que viajaron desde distintos continentes para integrarse en un sabor único. Beber colada morada es, en cierto modo, beber identidad, porque en su textura y en su color púrpura se reconocen raíces indígenas, aportes europeos y la creatividad mestiza que caracteriza a la cocina ecuatoriana.

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Además, la colada morada no se entiende sin su dimensión comunitaria y familiar. Es una receta que exige tiempo, paciencia y manos dispuestas a colaborar. Las abuelas enseñan a los nietos a revolver la olla, los padres buscan las frutas más frescas en el mercado, los niños moldean guaguas de pan que más tarde se compartirán con orgullo. En ese proceso, se transmiten saberes culinarios, se fortalecen vínculos afectivos y se actualiza, año tras año, una tradición que ha resistido el paso del tiempo.

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Así, lo que a primera vista parece “solo una bebida” se convierte en una experiencia sensorial y emocional que nos recuerda quiénes somos y de dónde venimos.

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Huellas ancestrales y sincretismo

Los orígenes de la colada morada se hunden en los tiempos prehispánicos, cuando los pueblos andinos tenían una relación estrecha entre la alimentación, el ciclo agrícola y el culto a los ancestros. En estas comunidades, el maíz no era solo un alimento básico, sino un producto sagrado vinculado con la vida y la muerte. Preparar bebidas espesas a base de granos y frutas tenía un carácter ceremonial: se compartían en rituales dedicados a la Pachamama y a los espíritus de los difuntos, como una forma de mantener la conexión entre el mundo de los vivos y el de los muertos.

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En ese entonces, se empleaban variedades nativas de maíz negro y morado, acompañadas de frutos silvestres como mortiños, capulíes y moras, todos ellos presentes en la dieta ritual y cargados de simbolismo. El color púrpura intenso de estas bebidas estaba asociado con la fertilidad de la tierra, la sangre y la energía vital que renueva los ciclos de la naturaleza. Los recipientes de barro y la cocción lenta en fogones de leña reforzaban el carácter comunitario: no era un alimento de consumo individual, sino una preparación que reunía a las familias y a la comunidad en torno a la memoria de los ancestros.

 

Con la llegada de los españoles en el siglo XVI, este ritual alimentario no desapareció, sino que se transformó. El cristianismo impuso el Día de los Difuntos como fecha oficial para recordar a los muertos, pero en lugar de borrar las costumbres indígenas, se produjo un sincretismo cultural. A la base andina de maíz y frutas se sumaron ingredientes foráneos como la caña de azúcar, la canela, el clavo de olor y el trigo, que llegaron en las rutas coloniales desde Europa y Asia. Estos productos modificaron la receta original y le dieron el perfil de sabor que hoy conocemos.

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Así, la colada morada se convirtió en una síntesis viva: un plato mestizo que refleja el encuentro, muchas veces conflictivo, entre las cosmovisiones indígenas y la religión católica. Beberla cada 2 de noviembre es, por tanto, mucho más que cumplir con una costumbre: es revivir la historia de un país que supo conservar lo propio y, al mismo tiempo, resignificar lo ajeno.

Ingredientes: del fogón ancestral a la mesa contemporánea

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En las comunidades andinas prehispánicas, cada ingrediente de la colada morada tenía un sentido más allá del sabor. El maíz morado o negro, base de la bebida, era considerado un grano sagrado, ligado al origen de la vida según los mitos quichuas. Su molienda en piedras de mano, quishpi o piedras de moler, simbolizaba la transformación del alimento en ofrenda, y al cocerse lentamente en vasijas de barro, el vapor que emergía era interpretado como un puente espiritual hacia los ancestros.

 

Los frutos silvestres eran recolectados en las faldas andinas durante las cosechas de temporada:

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Mortiños (Vaccinium floribundum), pequeños arándanos nativos, evocaban la conexión con los dioses tutelares de las montañas por su color intenso y su resistencia al frío.


Capulíes (Prunus serotina), dulces y ligeramente ácidos, eran vistos como frutos de abundancia y unión familiar, pues se compartían en los rituales comunitarios.


Babacos, naranjillas y moras de castilla añadían frescura y acidez, equilibrando la fuerza del maíz y aportando un matiz simbólico de renovación y vitalidad.

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A esta base frutal se sumaban hierbas aromáticas cargadas de simbolismo:
shpingo (Ocotea quixos), conocido como la “canela amazónica”, perfumaba la bebida con un toque anisado, asociado con la protección y la abundancia.


Arrayán, con sus hojas frescas y ligeramente cítricas, era considerado purificador y protector del hogar.
Hierba luisa (Aloysia citriodora), con su aroma penetrante y calmante, aportaba frescura y era usada en infusiones rituales para invocar la paz espiritual.


Ataco o sangorache (Amaranthus quitensis), de hojas y flores rojizas, no solo servía como colorante natural que intensificaba el púrpura de la colada, sino que representaba la vitalidad y la conexión con la sangre de la tierra.

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Cada hervor tenía un sentido ritual: el movimiento circular al remover la colada recordaba el ciclo de la vida y la muerte, reforzando la idea de continuidad entre generaciones.

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El azúcar de caña reemplazó la miel y la melaza de maíz que se utilizaban en los tiempos ancestrales, transformando el dulzor natural en un sabor más pronunciado y comercial. El trigo, traído por los europeos, dio origen a las guaguas de pan, que acompañaron la colada como un símbolo sincrético: figuras de pan en forma de niños que sustituyeron a las ofrendas indígenas de figurillas de masa de maíz llamadas tantawawas.

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La técnica de cocción también evolucionó. El fogón de leña, que aportaba un sabor ahumado característico, fue dando paso a ollas metálicas y cocinas modernas. Sin embargo, en muchas comunidades indígenas del Ecuador todavía se mantiene la tradición de preparar la colada en grandes pailas de bronce o barro, con palas de madera, lo que garantiza no solo el sabor auténtico, sino la continuidad de un ritual transmitido de generación en generación. 

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Técnicas y recetas de antaño

En sus versiones más antiguas, la harina de maíz se dejaba fermentar en vasijas de barro antes de cocinarse lentamente en fogones de leña, lo que aportaba un sabor profundo y ahumado. Los mortiños y las moras se cocinaban hasta soltar su color y dulzor natural, mientras las hierbas se infusionaban para perfumar la bebida. El espesor se lograba con maíz molido o con zapallo. Más allá de la técnica, lo importante era el carácter colectivo: la preparación de la colada morada siempre ha sido una ocasión de encuentro alrededor del fuego.

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De tradición a modernidad

Con el paso del tiempo, la colada morada se adaptó a los mercados urbanos. Hoy se ofrece en cafeterías, panaderías y restaurantes, y parte de sus ingredientes ya se consiguen listos en presentaciones industriales. También surgieron versiones innovadoras: coladas servidas frías, con menos azúcar o reinterpretadas por chefs en formatos contemporáneos. Pese a estos cambios, su esencia permanece intacta. Es un alimento de memoria, tanto como de sabor.

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Guaguas de pan: el complemento simbólico

El pan en forma de muñeco, guagua, palabra kichwa que significa bebé, es el acompañante inseparable de la colada. Rellenas de manjar, mermelada o decoradas con glasé de colores, las guaguas representan a los difuntos, envueltos en la ternura de la masa. Al compartirlas junto a la colada, las familias no solo disfrutan de un manjar, sino que también honran a quienes ya partieron, reafirmando el vínculo entre generaciones.

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Un ritual de familia

La colada morada trasciende la cocina: no es solo una receta, es un ritual que se renueva cada año y que tiene a la familia como escenario principal. Prepararla implica mucho más que hervir frutos y espesar maíz; es un acto de encuentro, de memoria y de continuidad cultural.

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En las casas, la elaboración comienza días antes del 2 de noviembre. Se organizan compras en mercados comunitarios, donde madres, abuelas e hijas eligen juntas las frutas más frescas, los atados de hierbas aromáticas y la harina morada que dará cuerpo a la bebida. Esta primera fase ya es un espacio de transmisión: las mayores enseñan a las más jóvenes cómo distinguir un buen mortiño, cómo lavar y reservar el ataco, cómo infusionar el ishpingo sin que pierda su aroma.

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Alrededor del fogón o la cocina, la familia se congrega. Mientras la olla hierve, se reparten tareas: unos remueven la colada lentamente para evitar grumos, otros cortan frutas, los niños ayudan a amasar las guaguas de pan o a decorar con glasé de colores brillantes. El proceso no es apresurado: requiere horas de cocción y cuidado constante, lo que abre un espacio natural para la conversación, la risa y el recuerdo. En esas horas, la cocina se convierte en un salón de memoria colectiva, donde se narran historias de abuelos, de cosechas pasadas, de celebraciones en pueblos y barrios.

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El día central, la mesa se prepara con especial esmero. La colada, humeante y fragante, se sirve en tazas grandes, acompañada de las guaguas de pan. Comer y beber en familia es, simbólicamente, un gesto de comunión con los difuntos: se cree que al compartir los alimentos también se comparte con quienes ya partieron. Esta unión entre vivos y muertos da sentido al rito: no se trata únicamente de nutrir el cuerpo, sino de alimentar la memoria y mantener vivo el lazo con los ancestros.

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Más allá del ámbito doméstico, la colada morada se convierte en un puente comunitario. En barrios, parroquias y pueblos, se organizan mingas culinarias: varias familias se reúnen para preparar enormes pailas, que luego se reparten entre vecinos o se venden en ferias locales. De esta manera, el ritual se amplía, pasando de lo íntimo a lo colectivo, reforzando el sentido de identidad y pertenencia cultural.

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En la actualidad, aunque muchas familias recurren a versiones simplificadas, comprando harina morada ya procesada o adquiriendo guaguas en panaderías, la esencia del ritual permanece. Cada taza de colada morada sigue siendo un recordatorio de que la gastronomía no solo nutre el cuerpo, sino que teje lazos familiares y comunitarios, manteniendo vivas las huellas del pasado en el presente.

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La colada morada no es solo una bebida, es un viaje a través del tiempo y de la memoria familiar. Cada taza reúne siglos de historia, desde los rituales andinos que honraban a los ancestros hasta el mestizaje de sabores traídos por los europeos. Prepararla es un acto de identidad y de encuentro: mientras las frutas, las hierbas aromáticas y el maíz se combinan en la olla, se renuevan los lazos familiares y se revive la tradición de compartir con quienes ya partieron.

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Esta receta, pensada para aproximadamente 4 litros, integra ingredientes que respetan las técnicas ancestrales y al mismo tiempo se adaptan a la cocina contemporánea, permitiendo que cualquier hogar pueda preparar una colada morada auténtica. 

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Desde la infusión de hierbas aromáticas como ataco, arrayán, cedrón, hierba luisa y hojas de naranja, hasta la preparación del espesante con maicena y harina morada, cada paso es un ritual que transforma la cocina en un espacio de encuentro, memoria y celebración.

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A continuación, te mostraré cómo recrear a mi manera esta bebida emblemática de mi hermoso Ecuador para que en tu mesa la tradición y el sabor se encuentren en perfecta armonía.
 

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